El centro La Voz de los que nadie quiere escuchar cerró este verano tras quince años de actividad en Ibiza. Fundado por Cristóbal, un prejubilado que no quiso nunca protagonismo ni cargos, el local se convirtió en refugio para quienes las instituciones no supieron atender. “Hasta el juzgado de violencia contra la mujer nos derivaba casos, porque no tenían cómo responder”, recuerda Cristóbal a La Voz de Ibiza.
Según ha explicado en numerosas ocasiones, calcula en más de 22.000 las personas que pasaron por el centro, que empezó en su propia casa y más tarde se trasladó a distintos locales de la isla, el último en la calle Aragón de Ibiza. De muchas conserva aún los nombres.
Durante la pandemia, cuando la demanda creció de forma exponencial, Cristóbal advirtió la necesidad de registrar a cada persona atendida, tanto por organización como para evitar posibles denuncias. Pero más que los apuntes en una libreta, guarda en la memoria recuerdos que lo siguen emocionando.
“Solo quería una botella de leche”
De los miles de casos atendidos, Cristóbal no duda en señalar uno que le acompañará siempre: “Una madre vino un día bajo la lluvia, con su niño en brazos y un papel en la mano. El asistente social le había dado cita para tres meses. Solo me pedía una botella de leche para su hijo. Se fue llorando porque le dijeron que no podían darle nada”.
La imagen de aquella mujer desesperada es, dice, “lo que nunca se debería permitir en una isla como Ibiza”.
El abrazo por una botella de aceite
Otra escena quedó grabada en la memoria colectiva del local. “Una señora llevaba dos años cocinando al vapor a su hija porque no podía comprar aceite. El día que le dimos una botella se puso a llorar, nos abrazaba a todos. Nunca olvidaré ese momento”, cuenta Cristóbal.
Para muchos, aquel litro de aceite significaba mucho más que alimento: era dignidad recuperada.
El hombre del banco
El trabajo del centro también cambió destinos. “Había un hombre con gangrena en la pierna que llevaba meses en un banco pidiendo socorro. Conseguimos meterlo en una residencia, estuvo dos años y hoy tiene un piso de protección oficial. Lo veo en la calle y me dice que ya no bebe. Ha recuperado la vida”, relata.
No todos corrieron la misma suerte. “La mayoría de los que estaban en la calle han muerto. Ahora hay otra generación nueva y los veo volver a engancharse a la droga. Es como los años ochenta otra vez”, lamenta.
Familias reencontradas
El local también sirvió para recomponer lazos familiares. “Un médico y su mujer, enfermera en Barcelona, me llamaron porque buscaban a su hija. Llevaba tiempo en Ibiza, en la calle, con esquizofrenia. La localizamos aquí. No pudieron llevársela por orden judicial, pero al menos supieron dónde estaba y pudieron abrazarla”, recuerda.
Otros casos fueron más insólitos. “Una mujer me llamó desde Madrid porque su hermano estaba pidiendo en un supermercado de Ibiza. Nadie lo encontraba. Resulta que tenía un piso cerrado en la capital y cobraba 700 euros, pero aquí estaba en la calle. Ni Cruz Roja ni Cáritas lo habían localizado”, cuenta.
Voluntarios sacados de la cola
La pandemia fue el punto de inflexión. “Cuando todas las ONG cerraron, nosotros abrimos. Si no llegamos a estar, aquí nos comen”, asegura. Durante esos meses, el centro funcionó con un sistema inesperado: “Sacábamos voluntarios de la propia cola. A alguien que venía a por arroz le decíamos: ¿puedes quedarte cuatro horas? Y así la gente se sentía útil. Muchos acabaron trabajando después”.
Un ejemplo fue un pintor que acudía sin nada y hoy lleva tres años en una empresa de pintura. “Recuperó la confianza y se enganchó al trabajo”, dice Cristóbal.
Una despedida sin ruido
Cristóbal se niega a poner su nombre completo en las noticias. “No quería salir en los medios ni hacerme selfies. Cuando esto acabara, no tenía importancia quién era yo. Nunca busqué protagonismo”, explica.
Ahora, prejubilado, admite que está redescubriendo otra vida. “Después de siete años corriendo del trabajo al local, hoy camino sin prisa. El otro día me sorprendí en la calle pensando: ¿para qué corro si no tengo prisa?”.
Lo que sí le seguirá acompañando son las escenas vividas entre aquellas paredes: las lágrimas, los abrazos, los reencuentros y las segundas oportunidades. “Al final lo importante no era dar un plato de comida, era sentarte un rato y abrazar a alguien. Que supiera que no estaba solo”.













