La duquesa de Kent, Katharine Worsley, falleció a los 92 años en el Palacio de Kensington, según confirmó el Palacio de Buckingham en un comunicado oficial. Como figura discreta dentro de la familia real de Inglaterra y considerada la decana de la Casa de Windsor, su deceso marca el fin de una vida dedicada a la música, la docencia y a un papel singular en la monarquía, alejado de los focos del protocolo.
La filosofía de vida de la duquesa de Kent

Katharine Worsley, conocida mundialmente como la duquesa de Kent, no fue una royal convencional: se casó en 1961 con el príncipe Eduardo, primo de Isabel II, y con el tiempo se convirtió en la decana de la familia real británica. A lo largo de su vida eligió un perfil bajo, alejándose del protocolo más rígido para dar espacio a causas que realmente le importaban.
En 2002 tomó una decisión inédita: dejó de usar el tratamiento de “Su Alteza Real” y comenzó a firmar únicamente como “Katharine”. Un gesto simple, pero cargado de simbolismo, que reflejaba su deseo de ser recordada más por su humanidad que por su título.
Su figura ganó notoriedad precisamente por esa manera distinta de vivir la realeza: mientras otros miembros cumplían con una agenda oficial llena de actos solemnes, ella prefería dedicarse a la docencia y a la música, su gran pasión. La duquesa encontró en esas facetas una forma de estar cerca de la gente común, una característica que la distinguió dentro de la Casa de Windsor.
Música, enseñanza y un papel histórico en la Iglesia

La música fue siempre uno de los grandes motores de su vida y no se limitó a disfrutarla en los salones palaciegos: enseñó piano y violín en colegios públicos, tratando a sus alumnos como cualquier profesora anónima. Con el tiempo, impulsó proyectos como Future Talent, una fundación destinada a dar oportunidades a jóvenes con talento musical que no tenían recursos, una faceta la convirtió en una royal muy cercana, especialmente a las familias más humildes.
Su vida también estuvo marcada por una decisión de gran calado histórico: en 1994 se convirtió en la primera miembro de alto rango de la monarquía británica en convertirse al catolicismo desde el siglo XVIII, un paso arriesgado en el seno de una institución tradicionalmente anglicana, pero que fue respetado incluso por la propia Isabel II. Ese gesto evidenció su independencia y también reforzó la imagen de una mujer guiada por convicciones personales.
Sin embargo, esa empatía trascendió al mundo entero, y uno de los momentos más recordados ocurrió en Wimbledon, cuando consoló públicamente a la tenista Jana Novotna tras perder una final. Aquella imagen de la duquesa abrazando a la deportista con lágrimas en los ojos dio la vuelta al mundo y quedó grabada como símbolo de sensibilidad y cercanía.
El final de una era en la realeza británica

La muerte de la duquesa de Kent supone el cierre de una etapa en la monarquía británica. A lo largo de décadas, se convirtió en un ejemplo de que el papel de un miembro de la familia real puede ir más allá de los actos oficiales y los protocolos: su vida mostró que es posible combinar tradición con sencillez, y pertenecer a una de las casas reales más influyentes del mundo sin perder la humanidad.
El rey Carlos III, la reina Camila y otros miembros de la familia han expresado su tristeza, destacando su contribución silenciosa y constante a la vida pública británica.
En los próximos días, el Palacio de Kensington acogerá una capilla ardiente para que ciudadanos y allegados puedan rendirle homenaje. Será un último adiós a una figura que, con gestos pequeños pero significativos, dejó huella dentro y fuera de la realeza.













