«Quienes quieran ser constantes en la felicidad o la sabiduría deben cambiar a menudo», dijo Confucio, pero hay cambios y cambios.
El mundo ahora mismo está cambiando radicalmente, unos lo ven negativamente porque notan como la avaricia, el odio, el racismo y la estupidez se está volviendo cada vez más poderosos. Por otro lado, otros ven esto positivamente, como lo necesario para que la humanidad se haga cargo de sí misma y por fin actúe, participe.
Los cambios personales son recomendables y en casi todos los casos traen evolución. Pero en otros casos no siempre es así.
Ibiza por ejemplo está transitando desde hace años a una nueva realidad que es muy complicado verle el lado positivo, y en ese palangre, arranca cosas cual tsunami que no ve necesidad en distinguir en qué arrebatar y qué no.

Antes venían ricos de lo que se conoce como turismo de calidad. Ricos que querían saber quién es Tanit, qué es el bullit de peix y el flaó, gente forrada pero culta, curiosa, educada en el saber que somos culturas, y que es fascinante conocer nuevas porque en la diversidad está la belleza.
Desde unos años atrás, cada vez más vienen más nuevos ricos, esos ignorantes que miden todo en tamaño y brillo. Personas que miden otros por lo material y no por el contenido de su personalidad. Gente a la que si no le cobras un disparate se sienten que están en el lugar equivocado, que vienen a la isla buscando sushi y Versace, buscando un escaparate donde fardar de lo que tienen sin siquiera saber que en ese acto se definen a sí mismos. Esto ha hecho que la isla se cambiara de ropas para ajustarse al nuevo cliente, y con ello perder con los años su esencia.
Y como si fuera poco, la situación que vive Ibiza (y el mundo) con la crisis de la vivienda ha producido que en estos últimos dos años cierren lugares emblemáticos de la isla, con esas características que definen la personalidad de los espacios.
Desde la librería y periódicos de Vara de Rey al traspaso del legendarios establecimientos comerciales y de hostelería, entre ellos el Bar Comidas San Juan del puerto de Ibiza.
Un lugar especial, con aura, con halo de experiencia, como una caja de mil vivencias impregnadas en las paredes. Cuentos de marineros y de granjeros, de artistas y de contables. Un sitio donde todos valíamos lo mismo, nadie era más que nadie, todos aunados en el igual.
Llevado de forma profesional pero en chanclas, digo, todo bien hecho pero sin pretensiones, frenético en verano e ibicenco en invierno. Y con precios aptos para que el pueblo se pueda dar un gusto.
Un espacio en el que se compartían las mesas con extraños. Las caras de los guiris cuando se daban cuenta que alguien se había sentado en su mesa y era normal… qué risas; sus caras, un poema. Ricos que miraban anonadados – alucinando – que a nadie nos importara nada su estatus, sintiendo eso que hace años ya no encontraban o que nunca tuvieron- el ser tratado como un par. Y luego, más que menos las dos charlas se entrelazaban en una; comunidad.
Y era tan pequeño que estábamos unos casi encima de otros y que sumado al ambiente familiar, sabía a como estar en el salón de tu casa, siendo todos los presentes, amigos.
Un centro social, donde cruzarse con amigos sin quedar y tomarse esa cañita en la calle esperando que Carlitos, como si fuera el bingo, cantara tu nombre.
Y además daban de comer y de beber.

El Bar San Juan le ha dado de comer a hordas de gentes de todos los tipos y orígenes inimaginables durante décadas y sin cambiar nada en su aspecto original, el San Juan siempre perenne.
Un lugar, donde a nadie se le negó un plato de comida, sea un artista internacional, un sin techo o un yonqui; «la humanidad y el espíritu ibicenco de no juzgar a la gente por lo que dice si no por lo que hace», como bandera.
Comida con mano de abuela, simple pero casera, riquísima, la mayoría íbamos a piñón fijo, cada uno tenía su favorito y el flagelo de probar otra cosa siendo infiel – para mí siempre fueron las paletillas de cordero al horno y la vida con patatas. Pero para otros era el Fricandó o la burrida de Ratjada, o la paella de primero o los chipirones, las sardinas asadas, la sepia a la plancha o la lubina – todo delicioso- o el arroz de matanzas. Y todo despachado desde una cocina empotrada cual armario de la habitación de huéspedes. Ingeniería aeroespacial.


Fundado en 1874 por un Ibicenco de Sant Joan, regentado por Antonio Marí Marí y María Marí Ferrer desde los años 40s, hasta que en los 90s se le pasó la posta al nieto, Carlos.

Desde entonces él supo ponerle además su personalidad y su impronta, generando un espacio donde cosas tan locas podían pasar, por ejemplo, esa clienta entrada en edad y habitual y tan amable que acabó habiendo sido una espía de las SS del Reich. Carlos al enterarse recriminó al padre de cómo no le había advertido ya que él pasó ratos de charlas con ella en varias oportunidades, a lo que padre respondió “hay que saber perdonar”.

O cuando la cantante Sade que era vegetariana, luego de romper con su novio, se pidiera unas costelles de bestiá en el salón pequeño. Miles, millones de historias de famosos y de anónimos, que desde ahora, sólo rebotarán en esas paredes y en las memorias de quienes fuimos afortunados de vivirlas.
Llamé a Carlos Carlitos Marí para pedirle una entrevista pero prefirió pasar. Me explicó porqué, y entendí algo así como que los melones todavía se estaban acomodando en el camión. Toca un reajuste, que no es poca cosa, a una nueva vida luego de dedicar 25 años a la hostelería, y que quienes, conocemos ese mundo, sabemos lo que tritura y priva.
-«Mejor que no que me caliento», también le brotó en reacción a mi pregunta de ¿qué pasó?, cansado de cuestiones derivadas de malas políticas que no mejoran ni solucionan los reveses a los que se enfrentan los empresarios del sector.
–«De lo que quieras contarme, dime, ¿Qué pasó?», le repregunté.
-«Era ya imposible mantener plantilla, el problema de la vivienda ya alcanzó el punto donde hay poca gente capacitada que pueda vivir aquí, y la que hay, se la llevan los que pueden ofrecer más dinero». Continúa diciendo “estaba con mucho estrés, perdiéndome tantísimos momentos con mi familia, celebraciones familiares y momentos o hasta conciertos del estilo Pink Floyd en Barcelona… vida”.
Y es cierto, me acuerdo, la hostelería y ni hablar el doble turno, te esclaviza, te adueña, y cuando te suelta estás tan cansado que quieres relajar con las patas contra la pared, y lo último que deseas es seguir hablando con más gente, aún siendo la propia.

Luego de una pausa me confiesa que su madre, que ya lo venía viendo mal quién le hiciera reflexionar; “mi madre me sentó y me dijo que ya estaba, que era la hora de soltar y de disfrutar más del tiempo y de la familia…” para concluir en lo inevitable, “y me convenció, se sumaron los problemas actuales de operatividad y la necesidad de dedicarle más tiempo a mi familia, me convenció porque tenía razón”.
Ahora la aventura de la nueva vida, no pude evitar saber y ahora qué pasa si es que ya se sabe a lo que me responde “todavía faltan un flecos para soltar del todo pero ahora mismo sólo pienso en descansar y en la familia, con un deseo de quizás la posibilidad de emigrar… pero poc a poc”.
Ojalá que esto no sea un dominó y sigan cerrando negocios que hacen de la isla lo que es.
La avaricia, la corrupción, la ineptitud, el Airbnb, y quién sea podrá quitarnos lugares que sentimos parte de nuestras vidas, pero jamás podrán robarnos los recuerdos.
Insisto, la personalidad de la isla existe gracias a los lugares históricos, a los auténticos, especialmente en este mundo de farsa y plástico.
Gracias Carlitos, a tu familia y a todos los que trabajasteis allí, por haber sido parte de nuestra historia!
¡Y levantemos todos una copa de hierbas en honor al Bar San Juan!
[fotos cedidas por Carlos Marí]